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La Europa que se apaga: Meditación sobre la natalidad española

por un espectador de la vida

Hay en la historia de los pueblos un rumor sordo, un latido subterráneo que precede a las grandes crisis. España, nuestra vieja nación, parece hoy sumida en un crepúsculo demográfico. Las cunas vacías, los parques silenciosos, la ausencia de ese bullicio infantil que, como savia nueva, renueva el árbol social, son síntomas de un drama larvado. No es esto, amigos míos, un fenómeno trivial ni un mero dato estadístico: es el signo de una circunstancia que amenaza con alterar la raíz misma de nuestra convivencia.

La natalidad, ese misterioso impulso por el que la vida se perpetúa, ha menguado en España hasta niveles que rozan lo insólito. Apenas se roza el umbral mínimo para el reemplazo generacional. Cifras que, si las comparamos con las de otras tierras europeas, nos sitúan en la penúltima fila de la comitiva continental. Francia, con su secular instinto de supervivencia, aún resiste algo mejor; otros países del este, con su vigor eslavo, también nos aventajan. Pero Europa entera, como un gran bosque en otoño, ve caer sus hojas sin que broten nuevas.




¿A qué se debe esta sequía vital? La vida moderna, con su vértigo y su prisa, ha desplazado el nacimiento al margen de la agenda. El hijo, antaño centro de la esperanza familiar, es ahora una empresa diferida, pospuesta hasta la madurez. El coste, la incertidumbre laboral, la escasez de ayudas: todo conspira para que la decisión de engendrar se convierta en un lujo o en una temeridad. Así, la mujer española, heroína de su tiempo, se ve forzada a elegir entre la plenitud biológica y la supervivencia económica. Y mientras tanto, la nación envejece, se encorva sobre misma, como anciano que mira con nostalgia su juventud perdida.

Europa, y España en particular, se enfrenta a la paradoja de su propio progreso: cuanto más avanza en bienestar, más se aleja del instinto de perpetuación. El resultado es una sociedad que, para sostener su edificio de pensiones y derechos, recurre a la inmigración, esa savia foránea que, como injerto en árbol viejo, pretende revitalizar el tronco. Pero no basta con trasplantar cuerpos: la cultura, la historia, el alma de un pueblo no se transmiten por ósmosis. ¿Podrá España, con su menguante natalidad, mantener viva su peculiarísima manera de estar en el mundo? ¿O será, como tantas civilizaciones pretéritas, un hermoso recuerdo en los libros de historia?

He aquí, pues, el dilema: o renovamos el pacto con la vida, haciendo posible y deseable el nacimiento, o asistiremos, impasibles, al lento declive de nuestra circunstancia. La natalidad no es sólo un dato: es el termómetro de la esperanza colectiva. Y cuando una sociedad deja de esperar, empieza a despedirse de misma.

Así lo veo, desde mi atalaya de espectador.