RESET MUNDIAL MAGAZINE

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¡Oh, España, tierra de sol, siesta y pensiones!

Quién nos iba a decir que, tras siglos de reconquistas, invasiones y alguna que otra siesta histórica, acabaríamos depositando nuestras esperanzas económicas y el porvenir de nuestras pensiones en la llegada masiva de jóvenes africanos, dispuestos a cruzar mares y desiertos para salvarnos del apocalipsis demográfico. Si esto no es una epopeya digna de Homero, que baje Aníbal con sus elefantes y lo vea.





Porque, seamos sinceros, en este país nos gusta el espectáculo. Roma daba pan y circo; nosotros, Seguridad Social y televisión, que viene a ser lo mismo pero con menos gladiadores y más tertulianos. Y ahora, en pleno siglo XXI, hemos descubierto que la solución a todos nuestros males económicos no está en la productividad, ni en la natalidad, ni en la innovación, sino en la importación a granel de mano de obra foránea. ¡Olé ahí la estrategia! Como quien arregla una gotera con chicle.

Imaginemos la escena: los sabios del reino, reunidos en torno a la mesa del Consejo de Ministros, debatiendo cómo mantener el tinglado de las pensiones. “Majestad, la hucha está vacía, los jóvenes no nacen, y los que nacen se van a Berlín.” Y entonces, un consejero inspirado por la musa de la ironía propone: “¡Que vengan los africanos! Ellos que tienen energía, juventud y ganas de trabajar. Y, de paso, nos renuevan la sangre, que buena falta nos hace después de tanto botellón y reggaetón.”

Así, cada patera que arriba a nuestras costas es recibida como una bendición del destino, una remesa de futuros cotizantes que, entre chapuzón y chapuzón, sostendrán el sistema de pensiones y, por qué no, la economía entera. Que nadie se preocupe por la integración, la formación o el empleo digno: aquí lo importante es sumar cabezas, como en los censos medievales. ¡Viva la estadística y el Excel!

No faltará quien diga que esto es una solución mágica, de esas que tanto nos gustan a los españoles: “No se preocupe, señora, que esto lo arreglamos con inmigración y un poco de optimismo.” Total, si funcionó con la burbuja inmobiliaria, ¿por qué no iba a funcionar con las pensiones? Y si no funciona, siempre podemos echarle la culpa a Europa, a la globalización o a la alineación de los planetas.

En fin, queridos lectores escépticos, que si algún día cobran su pensión, no olviden dar las gracias a ese joven africano que llegó en zodiac y terminó cotizando para que usted pueda seguir viendo la televisión y quejándose del gobierno, como manda la tradición. Porque, al final, la historia de España es eso: un prodigioso encadenamiento de soluciones improvisadas, aliñadas con humor y mucha, muchísima ironía.

Y recuerden: si la economía va mal, siempre nos quedará África. O Marte, si la cosa se pone fea. Nótese la ironía, no es racismo, no es insolidaridad, tan solo se trata de una crítica a una de las  invenciones que los sabios Europeos  idean para salvarnos del apocalipsis económico.

La Europa que se apaga: Meditación sobre la natalidad española

por un espectador de la vida

Hay en la historia de los pueblos un rumor sordo, un latido subterráneo que precede a las grandes crisis. España, nuestra vieja nación, parece hoy sumida en un crepúsculo demográfico. Las cunas vacías, los parques silenciosos, la ausencia de ese bullicio infantil que, como savia nueva, renueva el árbol social, son síntomas de un drama larvado. No es esto, amigos míos, un fenómeno trivial ni un mero dato estadístico: es el signo de una circunstancia que amenaza con alterar la raíz misma de nuestra convivencia.

La natalidad, ese misterioso impulso por el que la vida se perpetúa, ha menguado en España hasta niveles que rozan lo insólito. Apenas se roza el umbral mínimo para el reemplazo generacional. Cifras que, si las comparamos con las de otras tierras europeas, nos sitúan en la penúltima fila de la comitiva continental. Francia, con su secular instinto de supervivencia, aún resiste algo mejor; otros países del este, con su vigor eslavo, también nos aventajan. Pero Europa entera, como un gran bosque en otoño, ve caer sus hojas sin que broten nuevas.




¿A qué se debe esta sequía vital? La vida moderna, con su vértigo y su prisa, ha desplazado el nacimiento al margen de la agenda. El hijo, antaño centro de la esperanza familiar, es ahora una empresa diferida, pospuesta hasta la madurez. El coste, la incertidumbre laboral, la escasez de ayudas: todo conspira para que la decisión de engendrar se convierta en un lujo o en una temeridad. Así, la mujer española, heroína de su tiempo, se ve forzada a elegir entre la plenitud biológica y la supervivencia económica. Y mientras tanto, la nación envejece, se encorva sobre misma, como anciano que mira con nostalgia su juventud perdida.

Europa, y España en particular, se enfrenta a la paradoja de su propio progreso: cuanto más avanza en bienestar, más se aleja del instinto de perpetuación. El resultado es una sociedad que, para sostener su edificio de pensiones y derechos, recurre a la inmigración, esa savia foránea que, como injerto en árbol viejo, pretende revitalizar el tronco. Pero no basta con trasplantar cuerpos: la cultura, la historia, el alma de un pueblo no se transmiten por ósmosis. ¿Podrá España, con su menguante natalidad, mantener viva su peculiarísima manera de estar en el mundo? ¿O será, como tantas civilizaciones pretéritas, un hermoso recuerdo en los libros de historia?

He aquí, pues, el dilema: o renovamos el pacto con la vida, haciendo posible y deseable el nacimiento, o asistiremos, impasibles, al lento declive de nuestra circunstancia. La natalidad no es sólo un dato: es el termómetro de la esperanza colectiva. Y cuando una sociedad deja de esperar, empieza a despedirse de misma.

Así lo veo, desde mi atalaya de espectador.